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La ola de asaltos de Laura y el Narigón llegaría a su fin en medio de un operativo digno del cine
Hipólito Sanzone
hsanzone@eldia.com
PARTE 2-FINAL
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“No lo prendas acá adentro”.
Dicen que lo más cerca que había estado de una raqueta, había sido una vez que por curiosidad se detuvo frente a la vidriera de un local de la Casa Bastons en avenida 51 entre 7 y 8. Ahora no solamente tenía una en la mano sino que además lo habían hecho vestir con un pantaloncito blanco con vivos rojos y azules y un suéter al tono con un logo que decía “Dipporto”. Le habían dicho que disfrazado de tenista no iba a llamar la atención. Cuentan que siempre le quedó la duda sobre si se lo decían en serio o era para reírse de la travesura de haberlo hecho disfrazar de tenista.
Después del asalto al restorán Puerto Banús a punta de ametralladora, la banda que el Narigón había heredado del fallecido Mono Miño, se mantuvo activa por algunos meses. Se le atribuyeron, entre otros golpes, los asaltos a la casa de artículos para el hogar Cairo, en 64 entre 17 y 18 y muy cerca de ahí, en Casa Gallardo.
Laura todavía duelaba al Mono y el Narigón hacía todo lo que estaba a su alcance para consolarla. Cuentan que la misma noche en que esa amistad había subido de nivel, dieron el primer golpe de su carrera como pareja. Fue en el hotel alojamiento que supo estar detrás del Estadio Provincial. Desde la cama oyeron los “ruidos” de la pareja que ocupaba la habitación contigua. Se rieron y como en un chispazo él dijo: “ahora vengo, vos vestite rápido”. A esa altura el Narigón ya se había descartado de la ametralladora PA 9 del asalto a Puerto Banús, y andaba con algo menos sofisticado pero igualmente hecho para meter miedo: una recortada calibre 12.
Con el caño de la escopeta golpeó la puerta de la habitación y en voz baja pero firme ordenó: “abran, es la policía”.
El robo duró menos de un minuto. La parejita fue despojada de todo lo que podía considerarse de valor y encerrada en el baño bajo la amenaza de que iban a recibir una bala por grito. El miedo les jugó a favor a Bonnie and Clyde.
¿No tenés calor?, se preguntaba ella cada vez que él se ponía el sobretodo negro
Habían descubierto lo “fácil y divertido” que era asaltar parejas en las habitaciones de los “telos” y así es como dieron otros golpes. Pero después levantaron la puntería y vinieron las casas de video, las estaciones de servicio y otros comercios. Ella pudo cumplirle el deseo a su anterior pareja, el Mono y asaltó el boliche Sausalito.
En su carrera criminal dejarían una marca en la historia ciudadana platense al irrumpir una madrugada en el legendario Carrito El Pulpo y llevarse un generoso botín.
“¿De verdad no tenés calor?”, solía preguntarle ella cada vez que él se ponía aquel sobretodo negro que usaba para salir a robar. Esa pesada prenda era la mejor manera de ocultar la escopeta recortada calibre 12 que usaba. Esa escopeta era un fastidio cada vez que la comparaba con la ametralladora PA 9 que había tenido que descartar después del comentado asalto al restorán Puerto Banús, en el barrio Norte de La Plata.
La idea de irse a vivir juntos chocó rápidamente con las trabas para conseguir un departamento en alquiler. Una tarde, en la pieza que habían conseguido en El Dique para aguantarse de la policía y mientras alisaban sobre la cama los billetes del último golpe, ella se quejó de “la pocilga” en la que estaban viviendo. Esa tarde había llovido fuerte y de los lamparones de humedad que decoraban el cielorraso ya caían algunas gotas.
Esa misma tarde metieron todo lo que tenían en un bolso de tela de avión y tomaron un taxi que los dejó frente a la Legislatura. Cruzaron al trote plaza San Martín, esquivando charcos y entraron a ese hotel, por entonces el más lujoso de la Ciudad.
Después de registrarse como matrimonio pero sin mostrar libreta, algo que por entonces ya no se pedía, se alojaron en una habitación del cuarto piso. Venían de un par de golpes de botín interesante. Pidieron gaseosas y sándwiches tostados. Y hacia la noche una botella de champán.
Habrá sido la casualidad o vaya a saber qué, pero por aquellos días la policía también andaba detrás de una pareja que se vinculaba con el robo y los hoteles alojamiento. Eran Mario y Viviana, que aprovechaban su estadía en esos albergues para incursionar en las cocheras de las habitaciones cercanas y robar pasacasettes de los autos estacionados, pero también para llevarse los televisores de 14 pulgadas que solían haber en el lugar. Cuando los detuvieron, en el hotel RT 2 de 13 bis y 518, debajo del Distribuidor Benoit, andaban en un Fiat 600 chapa B 769.947 que le habían robado a su dueño, Raúl Julián Bustillo. Pero lejos estaban Mario y Viviana de ser los autores de la ola de asaltos que tenía en vilo a la policía.
El desconcierto de la policía terminaría en la tarde del 30 de agosto de 1987 cuando Laura cometería un error de manual. “No lo prendas acá que se van a avivar”, le había dicho el Narigón cuando vio que su ahora pareja alisaba el breve cigarrillo de marihuana que tenía entre los dedos.
Ella apenas asintió con la cabeza, desde la cama. Cuando vio que el Narigón entraba al baño y oyó el ruido de la ducha, lo prendió.
“No te nuevas, ya perdiste”, oyó que le dijeron en la puerta del ascensor
El primero en ser advertido por el personal del hotel fue el comisario de la Primera. En cuestión de horas se armó el operativo. Las órdenes “de arriba” eran evitar por todos los medios posibles una detención que pudiese terminar en un enfrentamiento armado.
“Si son ellos, son gente pesada”, era la consigna. Más tarde se sabría que los cartuchos de la escopeta que el Narigón llevaba bajo el sobretodo tenían bolitas de acero de rulemanes.
En el anochecer temprano de ese domingo 30 de agosto, el comisario Constantini se ubicó en uno de los cómodos sillones del lobby del hotel, “disfrazado” de tenista. A su colega el comisario Pulvermacher le dieron una chaqueta blanca y una bandeja.
Los Bonnie and Clyde de La Plata habían dejado la habitación horas antes, pero sus cosas estaban dentro. La espera parecía interminable pero cerca de las 2 de la madrugada el tenista vio recortarse contra el vidrio de la entrada la figura del tipo del sobretodo negro. Y junto a él, a la chica.
Para la policía era “gente muy pesada” y temían un enfrentamiento armado
Otros policías de civil merodeaban el hotel y la zona pero la sorpresa final estuvo a cargo de Pulvermacher que, como en las películas, tenía su arma oculta bajo la servilleta blanca que cubría parte de la bandeja de mozo.
Antes de que se abriera la puerta del ascensor y como quien espera para subir a llevar un servicio, el policía sacó el arma y la apoyó en la espalda del Narigón.
“No te muevas, levantá las manos. Ya perdiste”, fue la orden y el consejo.
A esa altura el tenista había dejado la raqueta sobre el sillón y le ponía las esposas a Laura.
La misma noche en que la detuvieron, Laura contó las razones por las que se había embarcado en semejante vida.
“Mi vida, loco, terminó cuando mataron al Mono. Ahora que pase cualquier cosa”, le dijo al entonces jefe del Comando Radioeléctrico, Alberto Pulvermacher cuando quiso saber las razones por las que una piba como ella se había convertido en hampona.
“Y los amigos de antes, los buenos, me dieron la espalda cuando me empecé a juntar con el Mono y con el resto”, remató.
La mañana en que el Narigón fue llevado al despacho del juez Pablo Peralta Calvo, la casualidad quiso que en el ascensor se encontrara con aquel policía “amigo”, el que se había encontrado entre los comensales del asalto al restorán de Barrio Norte y por el que había decidido poner fin al golpe.
“Yo te perdoné es día y vos me mandaste al frente. Me dijeron que fuiste el que me identificó. Pensé que éramos amigos”, fue el reproche del Narigón.
“Te equivocaste -contestó el policía- yo una vez te dije que había límites que nunca iba a cruzar”.
No le llegaron ni a los talones a los verdaderos Bonnie and Clyde, empezando porque no mataron a nadie aunque la policía siempre los consideró “altamente peligrosos”.
El Narigón fue a parar a Olmos y Laura a la 4 de Mujeres.
Una vez más la realidad superaba a la ficción.
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