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Laura y Adolfo “El Narigón” fueron una pesadilla para la policía platense. Revelaciones sobre sus golpes y su vida de novela
Hipólito Sanzone
hsanzone@eldia.com
PARTE I
“Una vuelta muy larga no vamos a poder dar”.
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Lo primero que Laura Navarro aprendió de su novio fue a pegar el tirón hacia abajo, con fuerza, para cortar los cables que asomaban debajo del tambor de arranque. En la clase siguiente aprendió que la unión del rojo y el negro permitían poner el auto en contacto y que al acercar la punta del cable blanco se accionaba el arranque. Su primer "aprobado" lo obtuvo en un Ami 8 color verde, patente C, de capital federal, que su dueño había dejado estacionado en una calle de Ensenada. Eran otros tiempos.
Las llaves codificadas, los chips y las alarmas sensibles andaban todavía por la imaginación de sus fabricantes. Y robar un auto era fácil e incruento. Después, la tecnología "obligó" a los delincuentes a ponerse violentos, a robar los autos "de caño" y más de una vez a apretar el gatillo. En pocos años, el delito del robo automotor pasaría de los coches "puenteados" a los manchados con sangre.
Nunca se supo de dónde había sacado semejante ametralladora con la que alias “El Narigón” dio sus primeros golpes
Pero en ese 1987 las cosas todavía eran diferentes. Laura había cumplido 21 y ya sentía que su Etcheverry natal iba a matarla de aburrimiento. Que la vida que valía la pena vivir estaba al final del recorrido del 508 que la dejaba en Plaza Italia. Ahí, en el pool de 44 y 7 conoció a un grupito de muchachos, casi pibes, que paraban casi todas las noches. El que la encaró primero, dicen, fue un tal Cachete y aseguran que no fue al primero que hizo rebotar. Rubiecita, linda de cara, con ese aspecto coloradón de los gringos del campo, no tardó en llamar la atención de Jorge Oscar Miño, al que le decían el Mono por tener, como a todos los que le dicen Mono, cara de mono.
Miño no le escondió ninguna baraja. Ya en la primera salida, cuando ella le dijo "que lindo auto tenés", él le confesó que era robado. Era un 128 Súper Europa, de lo mejor que se podía tener en esa época. Le dijo que era robado y que por eso no iban a poder dar una vuelta muy larga. Por eso tomó por calle 6 hacia el norte, para evitar un posible control policial sobre 7, especialmente en la fuente de 7 y 32 donde siempre había operativos, era algo cantado. En esa primera salida él le dijo: "siempre me gustó este boliche, pero más me gusta el de allá enfrente". Ella nunca imaginó que en cuestión de meses, semanas nomás, asaltarían juntos "ese" boliche, que era el JL de Camino Centenario- y "el de enfrente", que era Sauzalito, boliches de moda en esos 80. Dicen que se habían propuesto "voltear" a todos los que había entonces en el Camino Centenario, pero la noche en fueron por Pancho Villa, les pareció que en una mesa había dos con pinta de canas y por eso se tomaron los "destornilladores" que habían pedido y se fueron.
El negocio de los autos dobles estaba en su esplendor. Se vendían como pan caliente acá o se mandaban al Paraguay donde aunque parezca mentira el gobierno de Alfredo Stroessner los legalizaba mediante un simple trámite en los municipios. Eran los "Autos Mau" y hasta había clubes e instituciones de bien público que hacían rifas con ellos.
En el ambiente del hampa era un secreto a voces que la cochera de 37 entre 4 y 5 era "un filón". Por el perfil económico de los vecinos del barrio Norte estaba claro que ahí no se guardaban "catraminas o batatas" y que llevarse de ahí cuatro o cinco autos era, reducción mediante, flor de botín.
Para darse lustre e impresionar se decía “amigo y discípulo” del Porra Gadea
El Mono Miño había planeado un golpe a la cochera que, de salir bien, les iba a permitir llevarse seis autos de los que entonces podían considerarse alta gama.
Laura hizo de chofer y el Mono de campana. A la cochera se colaron alias Cachete, Scudundúm, Montaña y dos pibes que habían reclutado en el pool de 44 y 7. Solo alcanzaron a poner en marcha un Regatta, un Sierra y un 128 SE. Los demás ladrones hicieron tanto ruido que alguien oyó y llamó a la policía. Tuvieron que dejar los autos tirados a tres cuadras de la cochera. El Mono, Cachete, Sucundúm y Montaña alcanzaron a subirse al auto que manejaba Laura y que los seguía de atrás como cobertura. Los dos pibes huyeron a pié y no aparecieron nunca más por el pool.
El fracaso del asalto a la cochera de Barrio Norte enfureció al Mono y lo llevó a una tomar decisión que el resto de la banda no avaló.
"Voy con ella", dijo, puso una mano sobre el hombro de Laura y la sacudió en un gesto de entre fiereza y ternura.
Dos días después se llevaban de 37 entre 4 y 5 un auto cada uno que el reducidor transformó rápidamente en australes contantes y sonantes.
Con ropa y zapatos nuevos sobre cuyo origen nunca quería hablar, y esa costumbre de salir todas las noches cuando directamente ya ni iba a dormir a casa, terminaron alejándola más y más de su madre y su hermano, en Echeverry.
Sin internet, redes sociales ni teléfonos celulares, había noticias que tardaban en llegar. Pero según un dicho popular, "las malas siempre llegan primero". En 44 y 139, al no poder salir de una encerrona policial, el Mono Miño caía con el cuerpo lleno de plomo.
A esa altura, a la bandita del Pool se le había sumado un nuevo miembro. Era un pibe de Ringuelet, de los monoblokes del Camino Belgrano a la altura de la calle 525. Era Adolfo "El Narigón" Distacio. Con aspecto de Lechuza, a Laura no le pudo entrar por los ojos como le había entrado el Mono Miño. Le entró por un lado bien oscuro: el consuelo de las drogas. Desolada, Laura empezó a consumir Ropi, un hipnótico cuya marca más popular es el Rohypnol. Mezclado con alcohol, el Ropi se llevaba puesto lo que tuviese enfrente.
El Narigón jugaba a dos puntas. Pateaba para el hampa pero había hecho migas con algunos policías de investigaciones que de vez en cuando eran generosos con él a cambio de algún dato. En ese contexto conocería al tipo que después de un comentado asalto a un restorán de moda, le daría una dura lección.
Durante meses la policía de La Plata se ocupó de sus Bonnie and Clyde
Montaña y El Cachete no estaban de acuerdo en que el Narigón la rondara a Laura como la rondaba. Decían que la excusa del consuelo era muy obvia y sospechaban algo más. A poco de disolverse la banda Montaña cayó queriendo robar el boliche Punta, que un empresario de nombre Daniel Mazza acababa de abrir en aquel circuito de moda del Camino Centenario y 509. Cuentan que Montaña era un tipo decidido pero muy ruidoso y que eso último lo hizo "perder".
Cachete decidió quedarse con el nuevo jefe, con el Narigón Distacio que acaso para darse lustre e impresionar a Laura, se decía "amigo y discípulo" del Porra Gadea, el hampón de novela que lideró la histórica banda de Los Pitufos.
Puerto Banús se había puesto de moda como uno, sino el mejor, restorán para comer pescado en varias de sus formas gastronómicas. Corría con la ventaja de un local amplio, bien ambientado y en un barrio alejado del centro pero al mismo tiempo cercano: 34 entre 10 y 11. Al mediodía, por esos usos y costumbres ciudadanas que nunca se sabe quién las escribe, impone y deroga, se había vuelto cita obligada para algunos personajes a los que se vinculaba a las bancas del juego. No era raro ver a Gisande, a Nano, a Lito y a otros reconocidos "capitalistas", como se les decía. A la noche la clientela cambiaba: empresarios, profesionales, políticos y gente de otros ambientes amantes del buen comer. A Distacio le habían pasado el dato de que entre el dinero de la caja y las pertenencias de los comensales, en una buena noche podían llevarse una pequeña fortuna.
Esa noche, a mitad de semana, Puerto Banús estaba lleno. Los comensales dejaron de comer y charlar cuando vieron entrar, bañados en sangre, a los dos viejitos que cuidaban autos en la cuadra y en los alrededores. Entonces eran cuidacoches, nadie les decía "trapitos". Detrás de ellos, dándoles empujones, entraron Distacio, un tal Nahuel Cejas y el Cachete de Marco.
Uno de ellos le pegó una patada a un cochecito de bebé que había junto a una de las mesas
Llevaban una capuchas negras, de tela rústica, tan mal hechas que a cada rato tenían que cabecear de arriba abajo para poder ver. Entre los profesionales del hampa se hubiesen reído de ellos.
Como si hubiese hecho falta un gesto más grave de ferocidad, uno de ellos le pegó una patada a un cochecito de bebé que había junto a una de las mesas de la entrada. Desde el fondo se oyó el grito de terror de la cocinera que había alcanzado a ver la escena.
El Narigón mostraba una ametralladora PA 9, una metra de asalto que usaban los infantes de Marina. Con esa cobertura, sus cómplices se dedicaron a reunir el dinero de la caja y todos los relojes y billeteras posibles.
En la anteúltima mesa, un hombre escondía bajo el mantel su credencial de policía y alcanzaba a tirar el reloj adentro de una maceta. "Estaba de franco, había dejado el arma en casa, era boleta. Cuando podía iba a comer el pulpo a la gallega que ahí lo hacían como en ningún otro lado", contaría 35 años después.
El de la PA 9 le clavó la vista y lo reconoció. Era su policía "amigo". El policía le hizo el gesto de disparar con el dedo, como un revólver imaginario.
Habrá sido la impresión, un mal movimiento o una caricia de la cola de El de Abajo, lo cierto es que al Narigón se le cayó la capucha.
"Listo, nos vamos", gritó, pero el Cachete se rebeló porque, decía, faltaban las dos mesas del fondo, como 15 comensales en total.
"Dije que nos vamos, acá mando yo", dobló la apuesta el Narigón y bajó el caño de la PA 9.
"Me acuerdo como si fuese hoy. En la mesa de atrás a la que yo ocupaba estaba la dueña de la farmacia Berri".
Cuando la banda se fue no hubo un solo comensal que no dirigiera su vista a la mesa del tipo que había "disparado" con el dedo y que parecía que con ese gesto había hecho suspender el asalto.
"Soy policía -se apuró a aclarar- ahora vengo, tengo algo en el auto", dijo y regresó con un bibliorato con fotos de maleantes buscados y ahí mismo lo desplegó. Todos reconocieron al Narigón como el de la ametralladora, al único al que habían podido verle la cara. Después tuvo que explicar de dónde lo conocía y elaborar una teoría sobre la extraña razón por la que el ladrón había decidido perdonar sus pertenencias y las del resto de los comensales que zafaron del robo.
Afuera, en un Taunus de cuatro puertas color verde que habían levantado en Plaza Rocha, Laura Navarro esperaba con el motor en marcha, la primera puesta y los pies listos para desembragar y acelerar a fondo.
No pocos han opinado desde entonces que la comparación fue exagerada. Que no le llegaron ni a los talones a Bonnie Parker y a Clyde Barrow porque por empezar nunca mataron a nadie.
Pero empezaba la historia de los Bonnie and Clyde de La Plata, sus singulares golpes y su vida loca en el por entonces hotel más lujoso de la ciudad.
CONTINUARÁ...
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