

En la búsqueda de dinero y poder, algunos ignoran las leyes / Drobotdean-Freepik
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En la búsqueda de dinero y poder, algunos ignoran las leyes / Drobotdean-Freepik
SERGIO SINAY (*)
Por SERGIO SINAY (*)
Existen quienes piensan que el poder, la fama, el dinero, sus relaciones, sus intereses, o aquello que colocan como un fin último por encima de cualquier otra cosa, les otorga el derecho de hacer lo que quieran, cómo quieran y cuando quieran, ignorando leyes, normas, reglas, convenciones y acuerdos básicos para la convivencia humana. Algunas de esas personas pueden ser tenistas que se ponen a sí mismos por encima de los seres humanos rasos y pretenden violar normas de países ajenos al propio, aún a costa de la salud pública. Otras personas pueden ser funcionarios del gobierno de un país sumido en una profunda crisis económica que se dan lujos como veranear en el Caribe, cosa que, por diferentes causas, le es imposible o le está virtualmente negada a una enorme porción de sus compatriotas, especialmente aquellos cuyas necesidades supuestamente son atendidas por esos funcionarios que, además de desestimar sus propias responsabilidades, lo hacen en parejas viciadas de nepotismo. Otras personas, desde cargos públicos máximos, violan prohibiciones que ellos mismos establecen para el resto de la población y gozan de fiestas, encuentros y libertades vedadas a miles de ciudadanos que, en ese lapso, no pueden reunirse con hijos, hermanos, padres y otros familiares y que tampoco pueden velar y despedir a seres queridos. Hay también “influencers” (categoría que define a famosos por nada importante para la humanidad) que acceden a beneficios y privilegios impensados para millones de personas, incluidas sus adictos. Y ni hablar de las licencias que graciosamente se conceden a figuras del espectáculo, el deporte o la moda (raramente a personalidades de la cultura, el pensamiento, la ciencia o la educación) y que estas exhiben impúdicamente.
No es un fenómeno nuevo. Estos desniveles aberrantes han existido a lo largo de la historia de la humanidad, pero en la época de las redes sociales, de los celulares mediante los cuales todos espían la vida de todos, y de la vigilancia agobiante (hoy hay cámaras hasta en los árboles, aunque lejos de prevenir crímenes y delitos solo parecen servir para documentarlos morbosamente), esos actos resultan simplemente inocultables. La mayoría de las veces son sus propios protagonistas quienes los “filtran”, como se llama al hecho de fingir que se ha sido sorprendido infraganti. La fama, el dinero y el poder suelen crear niveles de adicción que desconocen límites. No importa entonces lo que se diga de uno, así sea lo peor, lo importante es no pasar inadvertido. Lo cierto es que en tiempos en que privacidad, intimidad y pudor son cosas de un pasado cercano que, sin embargo, parece remoto, todos los actos aquí enumerados tienen una pronta diseminación y amplificación.
Los protagonistas de semejantes acciones suelen ofenderse cuando se les recrimina sus conductas. La sensación de impudicia y la de impunidad van hermanadas en ellos. Se han colocado a sí mismos en categorías que están por encima de los ciudadanos comunes y no admiten estar comprendidos en las leyes y normas jurídicas ni en los pactos sociales y morales esenciales y cardinales para la existencia y supervivencia de una sociedad. ¿Cómo puede un simple y vulgar civil echarles en cara su comportamiento obsceno? Eso es lo que parecen argumentar con la absurda lógica del ofensor ofendido. De paso, cabe aclarar aquí que obsceno es aquello que aparece ante los ojos sin filtro, sin metáfora y sin simbolización, en crudo.
El relativismo moral es una amenaza y lleva a olvidar los deberes para con los otros
Las últimas semanas y meses han sido pródigos en este tipo de conductas, tanto en el plano nacional como en el internacional. Como si el apagón moral de los tiempos que corren se propagara a un ritmo casi pandémico. Tal apagón es inquietante porque en la medida en que estos episodios se hacen habituales y se naturalizan generan una sensación de resignación y derrota ética en muchas personas, mientras en tantas otras (y esto es grave) se convierten en motivo de curiosidad, de interés pasajero, antes de devorar nuevo material tóxico, o de memes y chistes que terminan por proteger a los obscenos y minimizar sus conductas. Sabemos que, sobre todo en nuestro país, la impunidad jurídica, protocolar y administrativa están instaladas y no existen las sanciones de ese orden. Con poder, fama, dinero o cargo cualquiera puede hacer cualquier cosa y salir indemne. Los ejemplos son diarios y van desde las cúpulas política, económica y social (donde prevalecen) hasta los estadios más bajos. Pero eso empeora cuando deja de existir la sanción social.
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En su libro “Lo que el dinero no puede comprar”, Michael J. Sandel, catedrático de la Universidad de Harvard y uno de los principales filósofos políticos contemporáneos, advierte que la sanción social es de orden moral y supera en trascendencia y profundidad a los castigos económicos o protocolares. Tanto en el orden público como en el privado se suele creer que con una suspensión, una degradación o una multa se zanjan las cuestiones. Esto nada tiene que ver con lo moral, puesto que se trata de simples transacciones de tipo formal o económico, en las que están ausentes el arrepentimiento y la reparación. Si se observan los casos citados en el comienzo de esta columna se verá que ninguno de sus protagonistas reconoció la aberración o perversión de su conducta, su falta absoluta de empatía, su desconocimiento o desprecio por el prójimo. Cero. Nada.
Ya no se trata del desconocimiento de normas legales (que no se puede entrar sin vacunas a un país que las exige o que no se puede dejar acéfala una institución pública esencial, por ejemplo) sino del desprecio por las normas morales, que no están escritas, pero son más importantes que las primeras y sostienen la convivencia social. Estas normas permiten distinguir qué está bien y qué está mal, qué se debe y qué no se debe, señala el profesor de Teoría Política y Social de la Universidad de Nueva York, Steven Lukes en su trabajo “El relativismo moral”. En un tiempo en el que ese relativismo es una amenaza y se disfraza con el nombre de falsas libertades y de imposibles derechos (que no son sino deseos que se pretende imponer como normas), y lleva a olvidar deberes para con los otros, la advertencia de Lukes es fundamental. Si se impone el relativismo, dice este autor, no hay motivación para respetar principios morales básicos y hasta el asesinato se vuelve aceptable. En segundo lugar, sostiene, el relativismo corroe la confianza moral y nos hace olvidar que las víctimas de quienes actúan así tienen derecho a no ser agraviadas. Y, por último, cuando se impone el relativismo cada uno establece sus propias reglas, no hay acuerdos para la vida en común y las personas no ven ni reconocen los daños que provocan con sus acciones, precisamente porque todo se vuelve relativo. Cuando todo vale nada vale, y se impone la prepotencia del más fuerte, el más famoso, el más poderoso, el más influyente.
(*) Escritor y ensayista, su último libro es "La ira de los varones"
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