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Adolfo Carlos “Carlitos” Ferreira estuvo desde la hora cero del mítico bailongo. La época en que las motonetas se cuidaban solas
El DNI “miente”. Carlitos Ferreira le sigue dando a la timbaleta en las peñas, con los amigos que se hizo en Mar del Plata como cuando tenía 20 años
Hipólito Sanzone
hsanzone@eldia.com
“Nos tomamos dos botellas de Paddy, cerramos y nos fuimos a dormir”.
La idea original era abrir una parrilla. Un restorán popular donde los choferes de camiones que iban y venían por la 122 en busca del corredor hacia el Puerto o la Destilería YPF, pudieran comer bien y barato. Pero el destino quiso otra cosa. Y aunque el humo de los choripanes fue parte del paisaje que vendría, el plan original nunca se plasmó.
En el documento de identidad dice Adolfo Carlos Ferreira, de 70 años, pero siempre fue Carlitos para aquel ambiente de música, de bohemia, de noches alegres en lugares impensados de una ciudad que ya no es la misma. Pasó más de medio siglo desde aquel enamoramiento fulminante por la música y por ese instrumento “raro” que todavía conserva. Pasaron más de 50 años desde aquella noche que no puede ubicar con exactitud en el calendario, pero que recuerda muy bien que fue fresca, que invitaba a la charla, a compartir el Paddy, aquella bebida de moda que todavía hoy escandaliza a los conocedores y puristas del buen beber. Carlitos Ferreira fue una de las tres ó cuatro criaturas adoradoras de la luna que estuvieron en el capítulo 1 de la primera temporada de esa novela ciudadana que se llamó “El Rancho de Goma”.
En los comienzos era ir y tocar donde los dejaran. El nombre del conjunto era lo de menos
Ya se ha contado aquí que el legendario Rancho de Goma funcionó en 122 y 59, territorio de Berisso, pero que su ADN fue tan platense como la esquina de 7 y 50. Usina de anécdotas y aventuras reales y no tanto, pero que siguen grabadas en el alma de varias generaciones de platenses que soñaron despiertos entre tangos y cumbias floridas que solo hablaban de amores.
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El Centro de Fomento Edilicio, Cultural y Deportivo 12 de Septiembre, según su acta constitutiva de ese día de 1937, es un pedazo de la historia ciudadana. Sigue en la memoria de quienes lo conocieron, en la fantasía de quienes no se animaron ni a pasar por la puerta y en el asombro de los que han escuchado de sus mayores los relatos más desopilantes como el que le dio nombre al lugar. Se reunía tanta gente, había tanto jaleo de baile y de alguna que otra pelea, que el rancho se movía, parecía que se estiraba y contraía como si fuese de goma.
“Le decíamos Ezeiza, porque todos aterrizaban ahí”, ríe Carlitos Ferreira, para sostener y avalar ese dato fuerte que dice que el Rancho de Goma no era solo reducto del arrabal sino que reunía gentes de diferentes condiciones. Algunas se declaraban habitués abiertamente y otras gambeteaban la cosa con el viejo “me contaron”.
La Siambretta quedaba toda la noche frente a Las Gatas. Sólo le cerraba el pase de nafta
La historia oficial dice que Rancho de Goma fue una inesperada creación de dos conocidos músicos platenses y, sobre todo, grandes conocedores de la noche: el eximio bandoneonista José Bellone y su hermano Coco, que iba por el rubro de la cumbia con el nombre artístico de Coco Mer.
Con 20 años recién cumplidos, Ferreira ya vivía el sueño de tocar en un “conjunto” que ni nombre tenía pero que en aquellos flamantes años 70 no hacía falta tener. Lo importante era ir y tocar.
“Tocábamos en el Cabaret Las Gatas que funcionaba arriba de la florería Bari, en 7 entre 524 y 525. En el grupo estaba Omar Sosita, un guitarrista increíble que hacía un punteo del Corrido de las Estrellas, un fox troxt que estaba de moda y levantaba a la gente a salir a bailar. Andábamos en una Siambretta que yo tenía y recuerdo que la dejaba en la puerta de Las Gatas solo con el pase de nafta cerrado. Ni cadena, ni candado, ni alarma ni nada. De ahí nos íbamos en auto a tocar a otro lado y la moto quedaba ahí, toda la noche, a veces hasta la mañana siguiente. Y cuando la iba a buscar a lo sumo había alguno sentado en la moto, charlando con otro. Y yo decía: ‘permiso me la llevo’ y el tipo me pedía disculpas. Vaya si era otra época”.
De Las Gatas, el “conjunto” sin nombre recalaba en 37 y 127, en Villa Catella, en un galpón que durante la semana funcionaba como compraventa de chatarra y que era el modus vivendi de Coco Mer, cuenta Ferreira.
“Coco había empezado a organizar bailes, iba mucha gente de la zona”, recuerda y cuenta que entre tantos músicos se armaban lo que muchos años después se llamarían zapadas.
“Coco tocaba la batería, yo la timbaleta, Sosita la guitarra. Meta cumbia y cumbia y llegaba un momento en que había que parar para que Coco pasara la regadera por el piso porque la polvareda que se levantaba no te dejaba respirar”.
Pasaron más de 50 años, se conocieron innumerables versiones sobre el día 1 de Rancho de Goma, pero nunca una contada por alguien que estuvo ahí.
“Coco tenía una personalidad muy fuerte, avasallante, por momentos como prepotente. Pero era buena persona y yo le había caído bien. Entonces una noche me cuenta de la existencia del Club 12 de Septiembre, por allá por 122 y 59. Me contó que ahí tenía que funcionar muy bien una parrilla para los camioneros y los taxistas y cuando las autoridades del club le dieron el predio fuimos a verlo. Había una pista de madera y una cancha de bochas y en el fondo el buffet. La parrilla no funcionó y Coco dijo: ‘vamos a hacer bailes’ y me propuso ser uno de los músicos estables”.
Ferreira insiste en que a él no se lo contó nadie. Que lo vio y vivió en vivo y directo. Y es categórico al afirmar que esa primera noche de los bailes en el Centro de Fomento Edilicio, Cultural y Deportivo 12 de Septiembre, fue un absoluto fracaso. Redondo, contundente, total.
“Nadie. No vino nadie. Nos sentamos a una mesa a fumar, charlar y tomar Paddy. Nos tomamos como dos o tres botellas, cerramos y nos fuimos”.
Lejos de desanimarse, Ferreira cuenta que Coco Mer dobló la apuesta. “Hizo reformas, corrió la cancha de bochas, puso un escenario en el fondo y el buffet más adelante. Fue gradual, en dos meses el lugar había explotado”.
Los afiches de Trinidad, con la ropa comprada en una tiendita de 42 entre 9 y 10
Todo fue más rápido de lo esperado. Tanto para Rancho de Goma como para esos veinteañeros sin nombre que tocaban cumbia en Las Gatas.
“Julio Navarro en guitarra, Reinaldo Palacios en acordeón a piano, Miguel Angel Marsillo en güiro y voz y yo en Timbaleta. Hicimos el grupo Trinidad. En una tiendita que había en 42 entre 9 y 10 compramos los pantalones negros y las camisas a lunares”.
A esa altura Rancho de Goma era el broche de oro de intensas noches de caravana musical que para los Trinidad empezaba en 90 entre 9 y 10, en lo de Santos Chavero; seguía en 42 entre 122 y 123, en los bailes de Rubén Alippi y transitaba por más de media docena de clubes barriales emblemáticos.
“Los clubes hacían propaganda de sus bailes con avisos en el diario EL DIA y afiches que se pegaban en la calle. Y ahí estábamos nosotros, haciéndonos cada vez más conocidos. Eran shows de hasta 10 noches continuadas”.
Ferreira asegura que fue un músico y locutor al que recuerda como “Cachito El Rengo”, quien en una de esas noches intensas en que se presentaban Los de Barranquilla, dijo “bienvenidos a The Ranch Goma Club”.
De las historias de peleas a punta de cuchillo con finales de gatillo fácil que se cuentan sobre Rancho de Goma, Ferreira tiene su propia visión.
“Hubo una muerte, es verdad. Dos que se pelearon del otro lado de la vía. Y hubo peleas a cuchillo y a trompadas pero no es como dice la gente. Se ha inventado mucho”, afirma, y es inevitable recordar el chiste popular que algunos llegaron a creer cierto, según el cual en Rancho de Goma “en la entrada palpaban de armas y si no tenías te daban una”.
“La gente iba a divertirse de una forma en que sin duda hoy no lo hace. Era bailar, reír, tomar y comer. Y enamorarse, desenamorarse, volverse a enamorar”, dice Carlitos, que reflexiona con cierta amargura al comparar aquello con lo que ocurre en estos días. “A nadie se le podía ocurrir pegarle a alguien en el piso, patearle la cabeza como ahora”.
Admite que esa sucesión de noches alegres sobre los escenarios le costaron su primer matrimonio.
“‘Mi cuñadita dice si quiere ir a visitarla’, me dijo el tipo y me dio un papelito con la dirección”
“Me casé joven y me divorcié joven. La noche y la música, el escenario, aquellas recorridas. Todo era una permanente tentación. Y encima a uno le pasaban cosas insólitas como una vez que desde el escenario veo que una chica hermosa no me sacaba la vista de encima. Y entonces le cabeceé un saludo. Al terminar el show se me acerca un tipo y me dice: ‘mi cuñadita dice si no tiene ganas de ir a visitarla’. Y me entrega un papelito con una dirección. Imagínese: en esa época no había teléfonos celulares y en las casas no todo el mundo tenía. Las citas era así: ir a la casa y tocar timbre. Y fui. Era en Berisso, cerca del frigorífico Swift”.
Ferreira tiene su propia teoría sobre el final de Rancho de Goma. “Coco era muy buena persona, pero su personalidad generaba amores y odios. Yo creo que al Rancho de Goma o al The Ranch Goma Club como decía Cachito el Rengo, lo quemaron a propósito”.
Además de una vida de músico, Ferreira tuvo una vida de taxista, carpintero y hasta no hace muchos años, ya mudado a Mar del Plata, empleado en la funeraria del legendario Rogelio Roldán, el amigo de Alberto Olmedo que dio vida a uno de sus personajes.
“Yo era franquero. A Roldán no lo conocí y el trabajo me lo ofrecieron la hija y el yerno, que siguieron con la funeraria”.
En sus dos matrimonios y sus vidas repartidas entre La Plata y Mar del Plata hay dos hijos varones acá y una mujer allá. Y cuatro nietos en La Feliz y tres por estas diagonales.
En una parada de taxis, por 3 y 516 conoció a María Inés, su primera esposa. Y en la de 1 y 60 a Lola, con quien se mudó a Mar del Plata.
“Era bailar, reír, tomar y comer. Y enamorarse, desenamorarse y volverse a enamorar”
Cuenta que fue alumno medio pupilo de la Escuela Belgrano, en 1 entre 34 y 35. Que nació en Tolosa, en 5 y 519 a la vuelta del club Dardo Rocha y que la música lo atrapó en forma de bombo, toc toc y “todo lo que podía golpear”. Aprendió timbaleta mirando a Los Wanders, un conjunto que lideraba Goyo Benavídez y donde a los 15 años le permitieron ser “plomo”, como se le dice a los que cargan los instrumentos. Ahora se les llama “staff”, pero siguen siendo los plomos de siempre.
“Ensayaban en una casa en Altos de San Lorenzo y el Negrito Zamora tocaba la timbaleta. Cuando Zamora iba al baño yo aprovechaba para tocar”.
A los 70 años Ferreira sigue tocando en peñas y en reuniones con amigos marplatenses. Dice que la Siambretta se la vendió a un vecino de Villa Elisa y que con ella anduvo por incontables clubes donde se organizaban bailes, como Racing de Bavio, Punta Indio, El Argentino y cumpleaños en Gorina y El Churrasco.
Esa timbaleta que a veces tenía que abrazar para protegerla de los botellazos cuando se disparaba alguna batahola, sigue tan viva y presente como los recuerdos de este hombre. Diga lo que diga su documento de identidad, nunca dejará de ser uno de aquellos jóvenes de pantalones negros y camisas a lunares que subían al escenario del mítico Rancho de Goma y a los que Cachito el Rengo presentaba, con entusiasmada voz agardeliada: “damas y caballeros, ahora, con nosotros, los Trinidad”.
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