Un atraco sin huellas: obligaron a las víctimas a revolver su casa
Edición Impresa | 15 de Abril de 2025 | 02:00

Era la madrugada del domingo y la ciudad todavía dormía. Sobre calle 522, entre 132 y 132 bis, el silencio era apenas interrumpido por algún perro callejero o el sonido lejano de un auto que pasaba.
A las 04.55 de la mañana, un remisero agotado tras una extenuante jornada laboral estacionaba su Chevrolet Prisma gris frente a su casa, con un único anhelo: descansar y reponer fuerzas para encarar el día siguiente.
En lugar de eso, sobrevino una pesadilla.
Dos hombres vestidos de negro, con gorras y los rostros cubiertos, descendieron de un vehículo celeste oscuro, que se detuvo a pocos metros.
Sin mediar más que gritos amenazantes, uno de ellos abrió la puerta del conductor, lo apuntó con una pistola negra y le exigió: “¡Dame la plata, bajate y dame la llave para entrar a tu casa!”.
El remisero intentó resistirse, buscó entre sus cosas, pero un golpe con el arma en la cabeza lo obligó a ceder.
Entregó los únicos $10.000 que llevaba encima y su reloj Mistral.
La violencia no se detuvo ahí: lo obligaron a bajar del vehículo, lo empujaron hasta la entrada de su casa y, con el cañón de la pistola siempre apuntándole, lo forzaron a abrir la reja y luego la puerta principal.
Una vez dentro, el infierno tomó forma. Primero lo hicieron arrodillarse en la cocina, mientras uno de los atacantes lo encañonaba y preguntaba: “¿Dónde están los dólares?”.
Luego, el otro despertó al padre del remisero, un hombre de 87 años, con violencia y lo llevó hasta la cocina para obligarlo también a quedarse quieto.
Los ladrones no revolvieron cajones, no tiraron pertenencias ni forzaron cerraduras.
Fue el propio remisero y su padre quienes, bajo amenazas, debieron guiar a los delincuentes hacia el dinero.
El botín fue cuantioso: $200.000 robados al padre del remisero y otros $40.000 que el dueño de casa guardaba en su habitación.
Sin embargo, lo más inquietante no fue el monto ni la brutalidad: lo que desconcertó a la víctima -y ahora también a los investigadores- fue que los delincuentes nunca tocaron nada por su cuenta.
Eran los propios moradores quienes, bajo amenazas, debían abrir puertas, buscar llaves y revisar cajones. Como si los ladrones no quisieran dejar huellas.
Y ahí surge la hipótesis más escalofriante: todo apunta a que se equivocaron de domicilio.
“¡Compa, compa, vamos que acá no es!”, se escuchó decir a uno de los asaltantes, antes de huir apresuradamente.
Los investigadores creen que la banda, que claramente sabía lo que hacía, anotó mal la dirección o malinterpretó una orden.
“Serían de otra localidad bonaerense y desconocerían la zona”, indicó una fuente consultada.
Un error, entonces, que dejó a una familia marcada por el miedo.
Un trabajador honesto, que al terminar su jornada solo buscaba descanso, terminó envuelto en un hecho de violencia planificado con precisión pero ejecutado contra víctimas equivocadas.
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